Por Welnel Darío Féliz
Hace algunos días, mientras estaba de visita en casa de mis abuelos, comencé a rebuscar entre cajas y utensilios viejos almacenados en la antigua casita que alojaba la cocina. Después de ver allí cajones llenos de mascotas, revistas, libros, ropas y otros, me topé de repente con una de ellas cuyo contenido me transportó al pasado, a aquellos años llenos de inocencia y a la vez de entretenimiento: esa caja estaba llena de “paquitos”.
Allí había de todos los títulos: Kalimán, Memín, Aguila Solitaria, Balam, Arandú, La Bestia, El Fugitivo Temerario, Samurai y mí preferido, Fuego. Los números estaban completamente salteados, algunos tenían el inicio de la serie, otros por los cientos y tantos y Fuego, del cual tenía casi el 75%. Aun con el polvo, tal vez de unos 15 o 20 años, los clasifiqué, revisé y leí algunos.
Recuerdo que a los 10 o 11 años de edad me hice un total fanático de esas lecturas. En Cabral, jóvenes y adultos los leían y por ello varias personas los compraban, alquilaban y algunos los coleccionaban. Recuerdo a Jesús, quien tenía ese negocio, al igual que otras personas, incluyendo a mi amigo Américo Vargas (Ito).
Como me inserté tarde en esas lecturas, las series principales iban bastante avanzadas, la mayoría más allá del número 60, así que opté por tratar de alquilarlos, con la mala suerte de que no estaban completas: fue entonces cuando decidí averiguar cómo los compraba.
Un día, en que nos visitaba mi tío Arianne, él me sugirió que le indicara algún deseo para el obserquiarmelo y yo solo pensé en pedirle que me ayudara a buscar algunas de esas series: me complació por completo y me compró cada número que le pedí en la librería Amengual, todos ellos nuevecitos. Asimismo, logré completar otros que compré en una huevera de Barahona y en Cabral a Yiya, que los tenía en su salón, y a Doña Vitica. Logre completar finalmente cada número de cada serie, adquiriendo semana tras semana los nuevos números.
Al principio, la auténtica culpable de ese afán fue mi madre, quien no escatimó en gastos para satisfacer mis apetencias de lectura, trayéndome, además, desde Barahona, los nuevos números cada jueves o viernes. Por su parte mi tía Ana siempre se mantenía refunfuñando, pues yo tenía la casa llena de esas revistas y a veces los dejaba en cualquier lugar. No fue una sola vez que los encontré a punto de ser apilados para armar con ellos una pira y pasar así a mejor vida.
Con mis series completas las cosas fluyeron con más facilidad, y entonces mi madre no tuvo que invertir más en “hobbie”, pues monté mi propio “negocio” de alquiler, lo que me permitía comprar cada semana los nuevos números y ganar algo para no recuerdo qué. Tres hilos de nailon colocados en la pared de madera de la casi centenaria casona de mis abuelos, en el callejón de entrada al patio de la vivienda, era todo el mostrador y sobre ellos colocados los paquitos, con la portada ilustrada a colores hacia el frente. Allí ubicaba los últimos números. Mucha gente me llegó a alquilar series completas, otros, números no leídos, varios se hacían los idiotas y se sentaban conmigo en las silla y allí leían horas sin pagar. No fueron pocos los problemas que se suscitaban, pues mucha gente los alquilaba y los perdia, otros no los devolvían y algunos hasta los destruían adrede, lo que me obligaba a buscar la reposición.
Los paquitos fueron para mí una lectura relajante –hasta comiendo leía-, no solo me entretenía sino que me enseñaba. La narrativa de los sucesos y las conversaciones entre personajes se escribían sin faltas ortográficas, usando sinónimos, con todos sus acentos, mayúsculas, comas, puntos y otros; además, muchas palabras desconocidas para mí, lo que me obligó a utilizar permanentemente el diccionario. Ellos empleaban, por igual, refranes y frases célebres, así como referencias a personajes y sucesos historicos. Asimismo, todos los números traían en el pie de página palabras de recomendación de acciones ciudadanas: no tires basura a las calles, respeta tu bandera, ama a tu escuela, entre otras que necesariamente calaron en todo aquel que los leyó.
Si bien, como expresé, todos me entretenían, otros impregnaron en mí criterios especiales. Precisamente, mí serie preferida, como ya he dicho, Fuego, no solo reunía las características anteriores, sino que se ambientaba en procesos históricos de impacto trascendental: la esclavitud y la revolución haitiana. Fuego adaptaba la vida de Henri Christophe y la esclavitud en Saint Domingue, el inicio de las luchas, las vicisitudes de las guerras, la libertad, la independencia haitiana, hasta el reinado de este renombrado general haitiano.
Naturalmente, como se trataba de una novela, estaba lejos de los planteamientos históricos, pero ella revivía con tantos detalles los sufrimientos de un esclavo y la grandeza de esa revolución, que la historia real no importaba mucho. Hay que decir que muchos de los episodios ilustrados si ocurrieron, con fechas incluidas, los cuales fueron recreados con cierta certeza, que llevaban al lector a las acciones.
Fuego me llevó a tratar de ver a Raíces, la versión televisiva de la novela del mismo nombre de Alex Haley, que contaba la historia de Kunta Kinte, la que a mediados de la década de 1990 fue transmitida por un canal local. Asimismo, impregnó en mí el deseo de estudiar y conocer la esclavitud y sus características y la revolución haitiana, quedando impresionado por la grandeza de la causa de la libertad y la belleza y nobleza de las ideas louverturianas: desde entonces admiro este proceso revolucionario y el surgimiento del magnífico y vituperado Estado haitiano, sus protagonistas y al pueblo que logró imponerse a lo imposible.
Hoy, paquitos en mano, animo a mis hijos a su lectura, procurando que como yo, comiencen a amar la historia, a valorar los procesos sociales y a admirar la revolución haitiana, buscando se forje una idea del valor de la libertad y el respeto hacia los demás seres humanos y sus derechos, incluyendo al glorioso pueblo haitiano.