Por Welnel Darío Féliz
La historia, sin entrar en sus diversas definiciones, es el estudio y
análisis de los acontecimientos acaecidos a los seres humanos. Pierre Vilar
sostiene que el conocimiento histórico consiste en “comprender y en esforzarse
por hacer comprender los fenómenos sociales en la dinámica de sus secuencias”
(Pensar Históricamente, Instituto Mora, 2001). Los fenómenos sociales que
refiere Vilar, y su “comprensión en la dinámica de sus secuencias”, sugieren
claramente el estudio de la historia en un contenido totalitario, que abarque
las situaciones políticas, las sociales, las ambientales, económicas,
culturales y demás, pero todas dentro de su propio contexto, secuencias y
consecuencias. Es así que la historia nos permite comprender las sociedades
actuales a partir de la evolución secuenciada de la sociedad, los seres humanos
y del Estado. A quienes compete este estudio es a los historiadores.
Los acontecimientos acaecidos, vistos como hechos por la generalidad, no
nos permiten comprender la evolución de las sociedades, sino en la medida en
que esos acontecimientos son analizados secuencialmente, estudiando sus causas
y consecuencias, y transmitidos a las presentes y futuras generaciones. Es
entonces en ese proceso de transmisión en nos encontramos con la problemática
del conocimiento de dicho pasado.
Desde el surgimiento de las sociedades, su evolución siempre fue
contada, primero por la oralidad, posteriormente por historiógrafos. Dicha
transmisión de la historia, según Joseph Fontana, “ha sido elaborado para
justificar y transmitir lo que se considera importante para su estabilidad”
(Historia, análisis del pasado y proyecto social, Crítica, 1982). Dicha
estabilidad no solo refiere al sostenimiento del cuerpo político que controla
el espacio físico o geográfico, el Estado, sino, al social, en la medida en que
mantienen los elementos religiosos, genealógicos y culturales propios de lo que
se denominó nación. De allí la función de los monumentos públicos sobre eventos
políticos y relativos a actuaciones populares (estatuas, tumbas, cañones,
fuertes); o aquellos que tienen que ver con el sostenimiento y respeto por lo
cultural y religioso.
Dentro del contexto de los objetivos de la transmisión esta la enseñanza
de la historia. Precisamente, el Estado ha creado toda una estructura educativa
que permite inculcar el proceso histórico dominicano, buscando transmitir lo
que “considera importante”, no necesariamente para su estabilidad económica y
política, sino para crear un proceso antagónico que sitúe a la sociedad
dominicana en un rango de preponderancia, culturalmente dependiente de una
sociedad superior, pero sin un objetivo claramente definido. Es así que mientras
se vive y se proclaman avances en todos los órdenes, el contraste es la miseria
social que campea en todos los sectores, desde la falta de salud, agua,
viviendas, alimentos, energía eléctrica, hasta los más bajos niveles educativos
y la violencia. Si bien en la percepción somos un pueblo desarrollado, en la
práctica diaria somos inferiores, desarrollando el denominado “complejo de
superioridad”.
Sobre este complejo Alfred Adler explicó: “Todo complejo de inferioridad
tiende a ser compensado por superioridades imaginarias, que pueden suscitar en
el individuo creaciones geniales o desviaciones patológicas. Este juego entre
situación y aspiración se da también en las colectividades, y la tendencia del
individuo a identificarse con el grupo lo conduce a superar su complejo
personal, atribuyendo al grupo, para bien o para mal, una superioridad”.
El sostenimiento del complejo de superioridad ha sido una meta del
Estado desde los días de la independencia, aunque acentuado en el último siglo.
Esta proyección de la historia no ha sido transmitida por la oralidad, sino que
ha sido parte de la construcción de la misma por parte de muchos historiadores,
los que no solo han analizado los procesos con poca o ninguna base científica,
sino que los han instrumentalizado para los objetivos de ese sostenimiento y
ciñen sus estudios a una comprensión muy sesgada de la historia. Esa es la que
nos enseñan, como vimos, en todos los niveles educativos, moldeando así nuestro
conocimiento del pasado.
Allí entonces subyace un problema fundamental. Puesto que se trata de
una historia tendenciada, instrumentalizada y justificadora, abandona el
análisis objetivo de los procesos, culminando con el desconocimiento de los
mismos por parte de la población.
El desconocimiento de la historia, aunque parezca poco creíble, trae
consecuencias nefastas para las sociedades. Incluso, es posible observar que
muchas de las actuaciones de los que dirigen las instituciones del Estado están
imbuidas de un desconocimiento de los procesos históricos, por lo que han
cometido errores garrafales que han llevado al país a serias dificultades y
obligado a tomar decisiones repentinas y poco sustentadas, lo que indica con
claridad la falta de definición y objetivos del Estado y una clara
improvisación en sus actuaciones estatales.
Desconocerse a uno mismo genera incomodidades y resultados muy
negativos. Asimismo, que una nación desconozca su historia conlleva aun peores secuelas.
Y es que un conocimiento sesgado de los procesos históricos, como el
transmitido por la historiografía, puede generar reacciones negativas, que
traen consigo exclusión, provocación, odio, intolerancia, maltrato y
persecuciones para con otras naciones y sus nacionales. Estas actuaciones son
sostenidas por un denominado patriotismo, que se acompaña de un nacionalismo
que busca alimentar la identidad dominicana, el que podemos identificar como un
nacionalismo populista.
John Lukacs sostiene que “Estas inclinaciones y tendencias difícilmente
se pueden separar del conocimiento que una persona o una nación tiene de sí
misma, incluida su historia. Un conocimiento deficiente, unido a un deficiente
sentido de la historia, es lo que separa el nacionalismo populista del
patriotismo a la antigua usanza”. (El Futuro de la Historia, Turner, 2011) Y es
que, sostiene “el patriotismo suele ser defensivo, mientras que el nacionalismo
populista es agresivo”. Mientras que en el patriotismo se busca la defensa de
la nacionalidad frente a ataques directos contra la soberanía, el progreso
colectivo y el desarrollo social, el nacionalismo populista nos impulsa a los
ataques verbales o bélicos contra otras naciones, con todas las armas
mediáticas que se emplean y los términos peyorativos que caracterizan dicha
agresividad. Ese nacionalismo populista instrumentaliza al pueblo sobre la base
de explicaciones históricas mediatizadas, creando en ellos irracionales
sentimientos e animadversiones sociales, con el objetivo de lograr una
hegemonía particular sin efectos positivos colectivamente.
No era raro ver, ante una muy comentada decisión de un tribunal, que
algunos la justificaban con las palabras “había que hacer algo por la
nacionalidad”, “mandar un mensaje de soberanía” y “resolver un problema”,
enviando mensajes violentos y despreciativos a los miembros de la nación más
afectada, llegando, incluso, a solicitar afectar las relaciones internacionales
del país. Muchos sectores se han podido mantener en la vida pública nacional
sobre la base de este desconocimiento de la historia, de este nacionalismo
populista.
Lukacz llega a ciertas conclusiones que de alguna manera nos toca.
Sostiene que “cuando más reciente es un estado nacional, más burdo e inmaduro
es su nacionalismo”. De allí es posible que cuando comencemos a analizar la
historia, cuando la enseñanza de la misma sea diferente, cuando dejemos de
instrumentalizarla, entonces, creceremos y dejaremos de proclamar un
nacionalismo populista.